Mónica Venegas: “El contacto de mis manos con la greda fue mágico y supe que jamás la dejaría”

Autor: Indap

Nacional Ñuble

Mónica Venegas Rojas (55), alfarera desde hace más de tres décadas e integrante de la Unión de Artesanas de Quinchamalí, donde participan activamente 15 socias de ese poblado de la comuna de Chillán, Región de Ñuble, habla así de su oficio: “El primer contacto de mis manos con la greda fue mágico y supe de inmediato que jamás la dejaría, porque me dio alas para crear y soñar. Hoy soy orgullosa defensora de mi arte, que sólo me ha dado satisfacciones y me hace vivir. En como el pan y el té de cada mañana”.

Nacida y criada en Santiago, Mónica estudió confección de vestuario en un liceo técnico y en 1984 se radicó en la zona, tras viajar junto a su marido, pequeño agricultor con quien tiene cuatro hijos -tres mujeres y un hombre-, a la casa de su suegra. Ahí las tías de su marido la iniciaron en este arte tradicional: “Cocer la greda a fuego directo, ver cuando las piezas pasan del rojo vivo al negro intenso, teñirlas, fue algo que no conocía y que me cautivó. Ser artesana estaba predestinado para mí”, cuenta.

Sobre esta artesanía con denominación de origen, que le ha valido ser Tesoro Humano Vivo  2014, contar con dos Sellos de Excelencia, participar en la Expo Milán y en las principales ferias del país y viajar a Perú, México y Marruecos, dice que se sabe poco: “Muchos creen que las guitarreras, que representan a las cantoras populares de los años 60 y al matriarcado de Quinchamalí, y los chanchitos de la suerte, los únicos del mundo con tres patas (salud, dinero y amor), son iguales, pero no existe uno igual a otro, son piezas únicas, cada una con sus pequeños detalles”.

Cuenta que durante el verano se recolecta la greda que usarán el resto del año -así como el guano de vacuno para la cochura y el de caballo para el teñido- y que elaborar cada pieza requiere de “mucha pega y mucho humo”, lo que mella la salud de las cultoras: “La mayoría termina con enfermedades pulmonares, reumáticas y a la vista”.

El paso a paso de Mónica parte extrayendo la materia prima en diferentes terrenos de la zona, para luego secarla. Remoja lo que usará, le agrega arena amarilla y la amasa con los pies. La deja reposar, elimina cascajo, carboncillo, semillas y raíces, y bastonea para cortar el trozo que usará. Las piezas utilitarias se trabajan en una tabla lisa desde la base, y las ornamentales, con una esfera de inicio. Se paletea, se orea y se comienza a armar.

Imagen eliminada.

Luego vienen el bruñido, secado, lustrado a la antigua (con grasa de ave) y esgrafiado con una aguja de victrola, con motivos tradicionales: Flores de cerezos, hojas de higueras, espigas de trigo. En verano las piezas se ponen al sol y luego al fuego. En invierno son ahumadas en canastos de alambre y de ahí van a la colchura, a 920 grados de temperatura. Finalmente se quita el hollín y se pone el colo blanco en los dibujos

En 2016, y durante siete meses, Mónica y otras seis artesanas de Quinchamalí trabajaron en las 207 piezas que dieron vida al mural a Violeta Parra en su casa natal de San Carlos, con motivo del centenario de su nacimiento. “Fue un gran desafío y debimos adecuar nuestras técnicas a lo que pidió la encargada del proyecto, Militza Augusti. El resultado fue impactante, único. Así como Violeta alguna vez promovió nuestra artesanía, nosotras le devolvimos la mano y la retratamos desde su nacimiento hasta que nos dejó”, dice.

Usuaria de INDAP, donde próximamente pasará a integrar un Servicio de Asesoría Técnica (SAT) orientado al turismo rural y la artesanía, cuenta que estos meses de pandemia han sido duros, ya que las ferias se cancelaron y no llegan visitantes. “Por esa razón, con el apoyo de mis hijas, me he tenido que sumergir en las redes sociales para recibir pedidos y hacer lo que antes hacía en vivo y en directo. A estas alturas nada es pequeño, todo me sirve”, expresa.

Mónica hoy transmite sus saberes a su nieta Javiera (9), que vive con ella, y en los talleres en los que participa, pero cree que el oficio debiera ser una asignatura obligatoria en la zona, ya que así los niños y niñas de Quinchamalí podrían enamorarse de la greda como ella lo hizo: “Nosotras estamos dejando un legado, un camino andado, y no hay que dejar que se pierda”, afirma.

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